Síntomas más comunes
La dermatitis atópica se manifiesta de formas muy variadas, y no todas las personas experimentan los mismos síntomas ni con la misma intensidad. Aun así, existen signos clínicos que son especialmente característicos y que ayudan a identificar esta enfermedad desde las primeras etapas.
Uno de los principales es el picor intenso, que puede volverse persistente y empeorar por la noche, dificultando el descanso. Es más que una simple molestia: puede llegar a ser desesperante y provocar rascado continuo, lo que a su vez agrava las lesiones y favorece la aparición de infecciones.
Además del picor, es habitual encontrar:
- Piel seca (xerosis): con tendencia a agrietarse, descamarse o sentirse tirante.
- Zonas enrojecidas e inflamadas, especialmente en pliegues del cuerpo, como detrás de las rodillas, en los codos, el cuello o las muñecas.
- Lesiones eccematosas: pequeñas ampollas, costras o grietas, sobre todo en fases de brote agudo.
- Engrosamiento de la piel (liquenificación), en personas que se rascan de forma continua.
- Manchas más claras o más oscuras tras la curación de los eccemas, sobre todo en personas con piel más pigmentada.
En los bebés, es frecuente que las lesiones aparezcan en la cara, el cuero cabelludo y el tronco. En niños mayores y adultos, predominan en pliegues y zonas de roce. A veces, el aspecto de la piel puede cambiar a lo largo del tiempo, según la evolución de la enfermedad y el tratamiento recibido.
Es importante recordar que estos síntomas no siempre aparecen todos a la vez. La dermatitis atópica puede evolucionar en fases, alternando períodos de relativa calma con brotes más intensos. Por eso, reconocer los signos desde el inicio ayuda a intervenir antes y evitar complicaciones.
¿Por qué aparece la dermatitis atópica?
No existe una única causa que explique por qué aparece la dermatitis atópica, pero sí se conocen varios factores que intervienen en su origen. Se trata de una enfermedad multifactorial, en la que influyen componentes genéticos, inmunológicos y ambientales. En otras palabras, no nace de la nada, pero tampoco es posible prever con exactitud quién la desarrollará y quién no.
Uno de los principales elementos implicados es la predisposición genética. Las personas con antecedentes familiares de dermatitis, asma o alergias tienen más probabilidades de desarrollar esta patología. De hecho, se considera parte del llamado “terreno atópico”, un conjunto de condiciones con base inmunológica que tienden a presentarse juntas o en la misma familia.
Otro factor clave es el desequilibrio en la barrera cutánea. En la piel sana, esta barrera actúa como una muralla protectora que impide la pérdida excesiva de agua y bloquea la entrada de agentes irritantes. En la piel atópica, esta función está alterada: la piel pierde humedad con facilidad, se vuelve más seca y vulnerable, y permite la entrada de alérgenos, bacterias o irritantes del entorno.
Además, el sistema inmunológico de las personas con dermatitis atópica responde de forma exagerada ante estímulos que en otras personas pasarían desapercibidos. Esta sobreactivación genera inflamación, picor y un ciclo difícil de romper: la piel se irrita, se rasca, se inflama aún más y vuelve a empeorar.
A todo esto se suman los factores ambientales, que no son los causantes directos, pero sí desencadenantes o agravantes de los brotes. Entre ellos destacan:
- Cambios bruscos de temperatura o clima seco.
- Exposición a contaminantes o productos químicos.
- Uso de tejidos sintéticos o lanas en contacto con la piel.
- Sudor, estrés, infecciones o incluso ciertos alimentos en personas sensibles.